Alberto F. de Agirre
Fotos Noviembre '05 y Noviembre '09
Fotos de Egipto realizadas por el fotógrafo bilbaíno Alberto Fernández de Agirre durante sus viajes por el país en Noviembre de 2005 y Noviembre de 2009.
Entonces ¿mejor que no bufe el viento? Pues no, no hay peor peligro que la tranquilidad total. La calma chicha. No hay aire en las velas. No hay nada por lo que luchar. Sólo queda el tedio, el escorbuto y el motín. Mejor cruzar el Cabo de Hornos. Con media marejada, porque a pesar de que intentamos llegar a Marte, nadie ha cruzado el Paso de Drake en un día de arbolada. Los que lo han conseguido con buen tiempo lucen un aro de oro en su oreja izquierda, que es por donde aúlla el vendaval. Los envidio.
Alberto Fernández de Agirre
Noviembre 2005
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Cafés de El Cairo
Que nadie me pregunte cuántos cafés debe de haber en El cairo. ¿Cinco mil? ¿Diez mil? A los egipcios les encantan las estadísticas. Y además, todo depende de lo que uno entienda por café. A los tradicionales establecimientos hay que añadir los “casinos” a orillas del Nilo, los caftiria en mayor o menor medida occidentalizados, los cibercafés y también los boufeh (de la palabra “buffet”), tenderetes instalados junto a algún muro o en el rincón de un edificio, que no cuentan más que con un armarito, un pequeño fogón o infiernillo y, en el mejor de los casos, con unos pocos taburetes.
Los ahawi (plural de ahwa, café, término que, al igual que en nuestro idioma, se utiliza para designar tanto la bebida como el establecimiento) no son sólo lugares de relajación y de diversión, sino verdaderos cimientos de la sociedad. Allí se encuentran los grupos de amigos, a menudo basados en afinidades profesionales. Su función es servir de local a las agrupaciones que no cuentan con otro. De ahí el nombre de nadi (club) que conservan algunos de ellos.
Hasta épocas recientes, estos establecimientos no disponían de asientos individuales, sino de bancos. Se reunían allí los cuentacuentos, en ocasiones acompañados de instrumentos de cuerda, que hechizabana su público habitual con fábulas, con sus relatos de corte caballeresco o fantástico. Pero poco a poco han ido siendo destronados por la radio, y luego por la televisión, que permite disfrutar en público de los partidos de fútbol.
El ahwa era el lugar de reunión por excelencia de los intelectuales. Varios debates políticos tuvieron lugar en esos sitios en el curso del siglo que hace poco hemos dejado atrás, sobre todo durante los períodos en que no había demasiada presencia policial en la calle. Poco después de comenzar la Primera Guerra Mundial, Henri Gaillard, representante de Francia en Egipto, tenía la costumbre de disfrazarse de efendi y de sentarse, provisto de su tarbuch, en los cafés del Mouski para tomarle el pulso a la opinión pública.
El Fishaoui, en el Khan El-Khalily, vinculado al nombre de Naguib Mahfuz, quien solía frecuentarlo, resulta ser en la actualidad una verdadera atracción para los turistas.
Los cafés tradicionales cuentan con mesas en el exterior la mayor parte del año. En los períodos calurosos, el suelo se riega varias veces al día para aquietar el polvo y refrescar el ambiente. En el interior, las paredes están recubiertas de baldosas de cerámica o de espejos en los que se reflejan los neones. Unos ventiladores suspendidos en el techo agitan el aire con sus grandes aspas, mientras los jugadores de dominó o de tawla hacen restallar voluptuosamente sus fichas sobre la mesa al tiempo que fuman sus shishas. Los aficionados al ajedrez deben buscar lugares más tranquilos, lejos de las risas y del griterío. En cuanto a los jóvenes enamorados que desen escapar a la mirada de sus familias, han de refugiarse en los “casinos” de la cornisa del Nilo, en donde los camareros muestran una actitud discreta y las mesas son más espaciosas que en los otros sitios.
Un verdadero ahwa está frecuentado casi exclusivamente por hombres. Ahí no se come ni se consume alcohol. Aparte del café turco, del té y de las bebidas gaseosas, los clientes beben infusiones de karkadeh (hibisco), de erfa (canela) o de yansoum (anís). Destacan algunas excepciones: Al-Horreya, el gran establecimiento de Bab El-Louk, donde la cerveza corre a mares.
Naguib Mahfuz mantenía también tertulias literarias en el Café de l’Opera en los años cuarenta y en el Café Riche, en la calle Soleyman Pachá, unos veinte años más tarde. Este último, situado en el barrio “europeo” de El Cairo, acaba de reabrir sus puertas tras un largo período de renovación; su propietario ha tenido la buena idea de reconstruirlo exactamente tal y como era.
Otros bares más modestos, de aire anticuado – como el Cap D’or, en la calle Abdel Khaliq Tharwat, o el Chez Nous, en la calle Alfy Bey – nos traen el recuerdo de El Cairo cosmopolita de antaño. Un ambiente que se encuentra todavía mejor representado en el bar Estoril, situado en una callejuela cercana a la plaza Talaat Harb.
“Diccionario del Amante de Egipto” (2001). Robert Solé
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Noviembre 2009
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Alejandría
La nueva ciudad estaba destinada primero a los griegos. Desde sus orígenes se trató de una ciudad al margen: Alexandrea ad Aegyptum (Alejandría cercana a Egipto). El célebre arquitecto Dinocrates concibió para ella una planta en damero que debía permitir al viento circular sin encontrar obstáculos por entre las rectilíneas calles. El agua dulce era almacenada por medio de unas enormes cisternas, alimentadas por acueductos subterráneos.
Alejandría se transformó, al mismo tiempo, en centro de administración – doce fueron los soberanos lágidas que llegaron a reinar en la ciudad –, en fábrica artesanal, en plaza comercial de primer orden y en capital mundial del conocimiento, gracias a su biblioteca y a su museo. Una ciudad completa, y ya mítica, que enseguida contó con varios centenares de miles de habitantes.
San Marcos llegó en el año 43 d.C. para fundar en ella la Iglesia de Egipto. A las persecuciones de que eran víctimas, los cristianos responderían más tarde con destruccción: esa Alejandría pagana ya no tendría razón de ser. A su vez, los musulmanes que ocuparon Egipto en el 640 se empeñaron en borrarla del mapa, constituyendo una nueva capital. Y los desastres naturales (seísmos, maremotos…) acabarían por completar estos trabajos de eliminación.
Cuando Bonaparte desembarcó en Julio de 1798, Alejandría ya no era ni la sombra de lo que había sido antaño. Una aldea de seis mil habitantes, de calles estrechas y casuchas bamboleantes. Pero dos décadas más tarde iba a experimentar un nuevo renacimiento, a iniciativa de Mohamed Alí, el nuevo señor de Egipto – otro macedonio –, que convirtió la ciudad en una plaza fuerte y un arsenal. Los europeos vinieron por entonces con el fin de instalarse: los griegos se dejaron ver de nuevo, como si nunca hubieran abandonado el lugar. Alejandría resucitó. Poco a poco fue transformándose en centro financiero y comercial, en un verdadero imán para los hombres de negocios, aventureros y modestos inmigrantes de todo el Mediterráneo. Como si se tratara de una nueva California, de un Far-East. La presencia (y soberbia) de los europeos está representada por esa plaza de los Cónsules, en la que se encontraban las principales legaciones extranjeras, las oficinas de las compañías navieras, los grandes hoteles, los restaurantes y los almacenes.
En 1882, una vulgar riña entre un egipcio y un maltés encendió Alejandría. El jedive, siguiendo el consejo de sus oficiales nacionalistas, llamó a los oocidentales para que vinieran al rescate. No le faltó tiempo a Inglaterra para presentarse y ocupar el país. Alejandría fue bombardeada. El pillaje y los incendios se sucedieron. La plaza de los Cónsules se convirtió en ruinas…
La ciudad hubo de ser reconstruida a base de millones. Alejandría, más alejada de Egipto que nunca, prefirió distanciarse, mirando al resto del país por encima del hombro. Sin embargo, no llegó a hacerse inglesa. La lengua francesa, en particular, ocupó un papel de lo más relevante. En 1890, los notables de las diferentes comunidades religiosas y “coloniales” se asociaron para engrasar el funcionamiento del municipio. Se deseaba que en la ciudad se integraran todos para formar así un conjunto. El cosmopolitismo se vio de este modo en cierta medida institucionalizado. En las playas y las estaciones de tranvías se mezclan los nombres árabes (Chatby, Sidi Bichr), faraónicos (Soter), griegos (Glymenopoulo), sirio-libaneses (Bacos), italianos (San Stefano), ingleses (Stanley) y franceses (Laurent).
Todos los años, coincidiendo con los primeros calores, la corte nacional se trasladaba a sus cuarteles de verano en lo que se conocía como “segunda capital”, seguida del gobierno, la administración y la burguesía cairota. Alejandría se transformaba así en una especie de París en pequeño. En el período de entreguerras, los salones literarios se constituyeron alrededor de escritores extranjeros, Como Cavafis o Ungaretti.
La revolución egipcia de 1952, y en especial la crisis de Suez en 1956, pondrían fin a esta situación. Los residentes británicos y franceses fueron expulsados de Egipto. El clima político cambió. En los años sucesivos Alejandría fue poco a poco vaciándose de la mayor parte de su población cosmopolita, de judíos, griegos, italianos, sirio-libaneses o armenios, que optaron por el exilio. Alejandría sería en adelante una ciudad egipcia, situada “en” Egipto.
Pero esta “segunda capital” no carece sin embargo de atractivos. Su nueva biblioteca podría atraer la atención de los investigadores del mundo entero. Sus restos grecorromanos son de una riqueza incalculable: no sólo se encuentran reunidos en un museo antiguo y encantador, sino también bajo tierra y bajo el mar. Alejandría dispone en especial de un nombre mágico, que no ha perdido su capacidad para hacernos soñar.
“Diccionario del Amante de Egipto” (2001). Robert Solé