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En el Valle del Nilo vive la mayor parte de la población de Egipto, el 90%, concentrada en la angosta franja de tierra fértil que flanquea el gran río.

En el sur, la corriente se aprieta entre montañas y la llanura cultivable es estrecha, pero hacia el norte la tierra se hace más llana y el valle se abre y llega a medir de 20 a 30 km. de ancho.

Al este se encuentra el desierto oriental, también llamado arábigo, un altiplano yermo limitado por una alta cadena montañosa que supera los 2.000 m. de altitud y ocupa unos 800 km.

Al oeste se halla el desierto occidental, también llamado líbico, que comprende dos tercios de la superficie de Egipto y se extiende a través del norte de África adoptando el nombre de Sahara.

Además del río, la capital, El Cairo también delimita la geografía egipcia, pues ocupa el punto donde el Nilo se ramifica y el valle se convierte en un delta de 200 km. de ancho, un gran abanico de campo fértil que desemboca en el Mediterráneo.

La zona que está al norte de El Cairo se llama Bajo Egipto y la que está al sur se denomina genéricamente Alto Egipto.

Hacia el este, al otro lado del canal de Suez, está la península del Sinaí. Como prolongación geológica del desierto oriental, el terreno desciende desde las altas montñas del sur, entre las que destacan el monte Sinaí y el monte Catalina (o Katerina, cima más alta de Egipto, con 2.642 m.) hacia las llanuras y lagunas del desierto de la costa norte.

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Literatura

Fue necesario que Naguib Mahfuz obtuviera el premio Nobel en 1988 para que los occidentales comenzaran a interesarse por la literatura egipcia… Y aún así… El autor de la célebre trilogía es el único conocido por el gran público, si bien un número de escritores cada vez mayor va siendo traducido a diversas lenguas desde hace algunos años.

Los egipcios, al igual que los demás pueblos árabes, empezaron a cultivar la novela hace relativamente poco. Durante siglos, su literatura tuvo que prosperar bajo la atenta mirada de la ley: no tenía por finalidad la descripción de lo real o la expresión de sentimientos singulares, sino la celebración de un mundo y una lengua establecida por el Corán. Dentro de este universo idealizado y dominado por la abstracción destacaba la poesía: una poesía de tonos solemnes, perfectamente predecible. Las novelas y cuentos, a menudo de autores anónimos, venían a sustituir a la epopeya o a cierta subliteratura popular, destinada como mucho al simple entretenimiento.

A finales del siglo XIX, bajo la influencia de Occidente, la Nahda (renacimiento) condujo a la modernización de la lengua, simplificándola, y concedió a la prosa su carta de nobleza. Un egipcio, discípulo de Rousseau, Mohamed Hussein Haykal, futuro presidente del Senado, publicó en 1914, bajo un seudónimo, la primera novela árabe moderna, Zeinab. En este melodrama abordaba un tema inédito hasta entonces: la vida rural, de la cual ofrecía una visión interesante pero muy romántica.

Para no dar la impresión de atentar contra las buenas costumbres, los pioneros del género novelesco adoptaban la mayor prudencia: la ficción debía ser más posible que fictifia. De este modo fue puesta al servicio de los grandes valores de la sociedad, de la moral y de la educación. Mayor libertad le fue concedida al relato, que no pasaba todavía por ser literatura. Mahmud Taymur destacaría en este género a partir de 1925, mezclando el humor con lo trágico. Sin llegar a desembarazarse del todo del habitual moralismo, este aristócrata se interesó por todas las clases sociales, para así ofrecer a sus lectores una galería de personajes de lo más curiosa.

Pero enseguida se plantearía la cuestión de la lengua: ¿el árabe clásico podía resultar compatible con esta inmersión en la realidad? ¿No sería mejor adoptar el dialecto, por más que nunca se hubiera escrito con él? Algunos autores acabaron dando este paso, sin dejar por ello de recurrir al árabe literario a la hora de redactar sus ensayos. Otros intentaron cierto equilibrio, escribiendo sus novelas en lengua clásica, pero dejando que sus personajes se expresaran en dialecto. Poco a poco ambas formas se irían mezclando en un mismo libro, en una misma página, en la misma frase…

En vísperas de la Segunda Guerra Mundial la literatura egipcia estaba marcada por la obra de dos gigantes: Taha Hussein, que se mostraba a sí mismo en Los Días como nunca hasta entonces había hecho ningún otro autor árabe, y Tewfik El-Hakim, cuyo Diario de un juez sustituto rural ofrece una visión de lo más penetrante acerca de las costumbres egipcias. Influidos tanto uno como otro por la cultura francesa tuvieron más de un rifirrafe con los ulemas de Al-Azhar.

La revolución de 1952 abrió las puertas al realismo socialista. Dos años más tarde se publicaba la obra maestra de este género, Al-Ard (La Tierra), que no se ha traducido al francés, en la cual Abd Ar-Rahman Al-Charkawi ponía en escena la resistencia de los campesinos a la explotación feudal. Los marginados y oprimidos estaban igualmente muy presentes en la obra de Youssef Idris, que es considerado un verdadero maestro de la literatura por El-Farafir, auténtico monumento del teatro egipcio.

La derrota de 1967 frente a Israel supuso una profunda sacudida para el mundo literario. Una nueva generación de escritores hizo en ese momento aparición: no contaba con el respaldo de ninguna ideología particular, pero se sentía traicionada por el poder político y por el imperio de un nuevo rey, el dinero. La alienación sexual, la violencia y la sátira ocupan un importante lugar en esta literatura, de la cual emergieron varias figuras femeninas muy combativas, como Salwa Bakr en Duras historias que soportar.

Entre otros autores traducidos al francés se puede citar a Édouard Al-Kharrat, respetado por sus contemporáneos, que se convirtió en cantor de su ciudad natal (Alexandrie, terre de safran) y que empleó un lenguaje altamente refinado.

Gamal Al-Ghitany ocupa un lugar muy especial dentro de las letras egipcias, en tanto que excelente novelista y redactor jefe de la revista Akhbar Al-Adab. Con el fin de criticar los excesos del poder, en ocasiones busca alejarse del marco temporal, como en La Mystérieuse Affaire de l’impasse Zaafarani, un barrio en el que todos los hombre, víctimas del hechizo de un sheyj, padecen de impotencia sexual…

Más directo, Sonallah Ibrahim muestra, con estilo ampuloso, el desarrollo de la sociedad egipcia (Les Années de Zeth), o describe la vida carcelaria de la que él mismo fue víctima en tanto que militante del partido comunista (Charaf ou l’honneur).

Los ambientes humildes están muy presentes en la obra de Ibrahim Abdel Meguid. Si sus interesantes novelas toman a menudo como marco Alejandría, las de Mohamed El-Bisatie se sitúan en la región del canal de Suez. Pueden citarse, entre otras, la fascinante Derrière les arbres, donde cuenta con ánimo esclarecedor cierto crimen por motivos de honor que había quedado sin resolver. Igualmente traducido al francés, Nabil Naoum se inspira tanto en el sufismo como en grandes escritores extranjeros, como Borges o Kawabata.

El relevo está hoy asegurado gracias a una serie de jóvenes autores que llegan más lejos que sus antecesores en la descripción de lo cotidiano en ambientes caracterizados por la traición y la desesperanza. Su fama es aún un tanto minoritaria, y en algunos casos tan sólo llegan a vender algunos cientos de ejemplares de sus libros. En el Egipto actual, salvo raras excepciones, solamente los manuales religiosos pueden optar a la condición de best-sellers.

Los escitores están obligados a convivir con la censura. Ésta apenas tiene en cuenta los aspectos políticos, sino más bien los morales y religiosos. Los censores se cuentan ahora por legiones: un libro puede ser prohibido a iniciativa de un crítico literario, de algunos ulemas independientes, de las asociaciones de padres de alumnos, de los bibliotecarios, de los parlamentarios…

Diccionario del Amante de Egipto” (2001). Robert Solé

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